Buenas noticias 5º domingo T.O. 09/02/2025

Lucas 5, 1-11

Dejándolo todo, lo siguieron

En aquel tiempo, la gente se agolpaba alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios, estando él a orillas del lago de Genesaret. Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes.

Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente.

Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad las redes para pescar.»

Simón contestó: «Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes.»

Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Hicieron señas a los socios de la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Se acercaron ellos y llenaron las dos barcas, que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se arrojó a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador.»

Y es que el asombro se había apoderado de él y de los que estaban con él, al ver la redada de peces que habían cogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón.

Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombre

NO TEMAS

La culpa como tal no es algo inventado por las religiones. Constituye una de las experiencias humanas más antiguas y universales. Antes que aflore el sentimiento religioso se puede advertir en el ser humano esa sensación de «haber fallado» en algo. El problema no consiste en la experiencia de la culpa, sino en el modo de afrontarla.

Hay una manera sana de vivir la culpa. La persona asume la responsabilidad de sus actos, lamenta el daño que ha podido causar y se esfuerza por mejorar en el futuro su conducta. Vivida así, la experiencia de la culpa forma parte del crecimiento de la persona hacia su madurez.

Pero hay también maneras poco sanas de vivir esta culpa. La persona se encierra en su indignidad, fomenta sentimientos infantiles de mancha y suciedad, destruye su autoestima y se anula. El individuo se atormenta, se humilla, lucha consigo mismo, pero al final de todos sus esfuerzos no se libera ni crece como persona.

Lo propio del cristiano es vivir su experiencia de culpa ante un Dios que es amor y solo amor. El creyente reconoce que ha sido infiel a ese amor. Esto da a su culpa un peso y una seriedad absoluta. Pero al mismo tiempo lo libera del hundimiento, pues sabe que, aun siendo pecador, es aceptado por Dios: en él puede encontrar siempre la misericordia que salva de toda indignidad y fracaso.

Según el relato, Pedro, abrumado por su indignidad, se arroja a los pies de Jesús diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». La respuesta de Jesús no podía ser otra: «No temas», no tengas miedo de ser pecador y estar junto a mí. Esta es la suerte del creyente: se sabe pecador, pero se sabe al mismo tiempo aceptado, comprendido y amado incondicionalmente por ese Dios revelado en Jesús.

José Antonio Pagola


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