Lucas 21, 5-19
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas
En aquel tiempo, algunos ponderaban la belleza del templo, por la calidad de la piedra y los exvotos. Jesús les dijo: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido.»
Ellos le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?»
Él contesto: «Cuidado con que nadie os engañe. Porque muchos vendrán usurpando mi nombre, diciendo: «Yo soy», o bien: «El momento está cerca; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida.»
Luego les dijo: «Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países epidemias y hambre.
Habrá también espantos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a la cárcel, y os harán comparecer ante reyes y gobernadores, por causa mía. Así tendréis ocasión de dar testimonio.
Haced propósito de no preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os traicionarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán por causa mía.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.»
DAR POR TERMINADO
Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos de los que lo acompañan se admiran al contemplar «la belleza del templo». Jesús, por el contrario, siente algo muy diferente. Sus ojos de profeta ven el templo de manera más profunda: en aquel lugar grandioso no se está acogiendo el reino de Dios. Por eso Jesús lo da por acabado: «Esto que contempláis llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».
De pronto, sus palabras han roto el autoengaño que se vive en el entorno del templo. Aquel edificio espléndido está alimentando una ilusión falsa de eternidad. Aquella manera de vivir la religión sin acoger la justicia de Dios ni escuchar el clamor de los que sufren es engañosa y perecedera: «Todo eso será destruido».
Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos aún del desprecio o el resentimiento. El mismo Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús «se echó a llorar». Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la compasión sí.
Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una «religión vieja» que no se abre al reino de Dios. Sus lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo, y al mismo tiempo su crítica radical a aquel sistema religioso que obstaculiza la visita de Dios: Jerusalén –¡la ciudad de la paz!– «no conoce lo que conduce a la paz», porque «está oculto a sus ojos».
La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A veces, en tiempos de crisis, como los nuestros, la única manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado aquello que alimenta una religión caduca, sin generar la vida que Dios quiere introducir en el mundo.
Dar por terminado algo vivido de manera sacra durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes lo quieren conservar como eterno y absoluto. Se hace «llorando», pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Los profetas denuncian el pecado de la Iglesia llorando.
José Antonio Pagola

