LMC España

Laicos Misioneros Combonianos y ONGD AMANI


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Buenas noticias (4º Domingo de Pascua)

Jn 10, 1-10

EN aquel tiempo, dijo Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».

Comentario de J. A. Pagola

Escuchar la voz de Jesús

En algunos ámbitos de la Iglesia se insiste más que nunca en la necesidad de un «magisterio eclesiástico» fuerte para dirigir a los fieles en medio de la crisis actual. Estas llamadas no logran, sin embargo, detener su creciente «devaluación» entre amplios sectores de cristianos.

De hecho, no pocas intervenciones de los obispos provocan reacciones encontradas. Unos las alaban con fervor, otros las critican duramente, y la mayoría las olvida a los pocos días. Mientras tanto, en el evangelio se nos recuerdan unas palabras de Jesús que nos interpelan a todos: «Las ovejas siguen al pastor porque conocen su voz».

Lo primero y decisivo también hoy es que, en la Iglesia, los creyentes escuchemos «la voz» de Jesucristo en toda su originalidad y pureza, no el peso de las tradiciones ni la novedad de las modas, no las «preocupaciones» de los eclesiásticos ni los «gustos» de los teólogos, no nuestros intereses, miedos o acomodaciones.

Esto exige no confundir sin más la voz de Jesucristo con cualquier palabra que se pronuncia en la Iglesia. No hemos de dar por supuesto que en toda intervención de los obispos, en toda predicación de los curas, en todo escrito de los teólogos o en toda exposición de los catequistas se está escuchando fielmente la voz de Jesús.

Siempre existe un riesgo. Que llenemos la Iglesia de escritos y cartas pastorales, de documentos y libros de teología, de catequesis y predicaciones, sustituyendo con nuestro «ruido» la voz inconfundible de Jesús, nuestro único maestro. Lo recordaba una y otra vez el obispo san Agustín: «Tenemos un solo maestro. Y, bajo él, todos somos condiscípulos. No nos constituimos en maestros por el hecho de hablar desde el púlpito. El verdadero Maestro habla desde dentro».

Hemos de preguntarnos si la palabra que se escucha en la Iglesia proviene de Galilea y nace del Espíritu del Resucitado. Esto es lo decisivo, pues el magisterio, la predicación o la teología han de ser una invitación a que todos y cada uno de los creyentes escuchemos de manera fiel la voz de Cristo. Solo cuando uno «aprende» algo de Jesús se convierte en su seguidor.


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Buenas noticias (3er domingo de Pascua)

Evangelio según san Lucas (24,13-35): Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios;
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

NO HUIR A EMAÚS
No son pocos los que miran hoy a la Iglesia con pesimismo y desencanto. No es la que ellos desearían. Una Iglesia viva y dinámica, fiel a Jesucristo, comprometida de verdad en construir una sociedad más humana.

La ven inmóvil y desfasada, excesivamente ocupada en defender una moral obsoleta que ya a pocos interesa, haciendo penosos esfuerzos por recuperar una credibilidad que parece encontrarse «bajo mínimos». La perciben como una institución que está ahí casi siempre para acusar y condenar, pocas veces para ayudar e infundir esperanza en el corazón humano. La sienten con frecuencia triste y aburrida, y de alguna manera intuyen –con el escritor francés Georges Bernanos– que «lo contrario de un pueblo cristiano es un pueblo triste».

La tentación fácil es el abandono y la huida. Algunos hace tiempo que lo hicieron, incluso de manera ruidosa: hoy afirman casi con orgullo creer en Dios, pero no en la Iglesia. Otros se van distanciando de ella poco a poco, «de puntillas y sin hacer ruido»: sin advertirlo apenas nadie se va apagando en su corazón el afecto y la adhesión de otros tiempos.

Ciertamente sería un error alimentar en estos momentos un optimismo ingenuo, pensando que llegarán tiempos mejores. Más grave aún sería cerrar los ojos e ignorar la mediocridad y el pecado de la Iglesia. Pero nuestro mayor pecado sería «huir hacia Emaús», abandonar la comunidad y dispersarnos cada uno por su camino, hundidos en la decepción y el desencanto.

Hemos de aprender la «lección de Emaús». La solución no está en abandonar la Iglesia, sino en rehacer nuestra vinculación con algún grupo cristiano, comunidad, movimiento o parroquia donde poder compartir y reavivar nuestra esperanza en Jesús.

Donde unos hombres y mujeres caminan preguntándose por él y ahondando en su mensaje, allí se hace presente el Resucitado. Es fácil que un día, al escuchar el Evangelio, sientan de nuevo «arder su corazón». Donde unos creyentes se encuentran para celebrar juntos la eucaristía, allí está el Resucitado alimentando sus vidas. Es fácil que un día «se abran sus ojos» y lo vean.

Por muy muerta que aparezca ante nuestros ojos, en esta Iglesia habita el Resucitado. Por eso también aquí tienen sentido los versos de Antonio Machado: «Creí mi hogar apagado, revolví las cenizas… me quemé la mano».

José Antonio Pagola (www.gruposdejesus.com)


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Buenas noticias (Domingo de Ramos)

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (26,14–27,66):

El día en que crucificaron a Jesús, vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó: «Elí, Elí, lamá sabaktaní.»
C. (Es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»)
C. Al oírlo, algunos de los que estaban por allí dijeron:
S. «A Elías llama éste.»
C. Uno de ellos fue corriendo; en seguida, cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio a beber. Los demás decían:
S. «Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.»
C. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Todos se arrodillan, y se hace una pausa
C. Entonces, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron. Las tumbas se abrieron, y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, el ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
S. «Realmente éste era Hijo de Dios.»
C. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José, y la madre de los Zebedeos. Al anochecer, llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó. María Magdalena y la otra María se quedaron allí, sentadas enfrente del sepulcro. A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:
S. «Señor, nos hemos acordado que aquel impostor, estando en vida, anunció: «A los tres días resucitaré.» Por eso, da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, roben el cuerpo y digan al pueblo: «Ha resucitado de entre los muertos.» La última impostura sería peor que la primera.»
C. Pilato contestó:
S. «Ahí tenéis la guardia. Id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis.»
C. Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.

CARGAR CON LA CRUZ
Lo que nos hace cristianos es seguir a Jesús. Nada más. Este seguimiento a Jesús no es algo teórico o abstracto. Significa seguir sus pasos, comprometernos como él a «humanizar la vida», y vivir así contribuyendo a que, poco a poco, se vaya haciendo realidad su proyecto de un mundo donde reine Dios y su justicia.

Esto quiere decir que los seguidores de Jesús estamos llamados a poner verdad donde hay mentira, a introducir justicia donde hay abusos y crueldad con los más débiles, a reclamar compasión donde hay indiferencia ante los que sufren. Y esto exige construir comunidades donde se viva con el proyecto de Jesús, con su espíritu y sus actitudes.

Seguir así a Jesús trae consigo conflictos, problemas y sufrimiento. Hay que estar dispuestos a cargar con las reacciones y resistencias de quienes, por una razón u otra, no buscan un mundo más humano, tal como lo quiere ese Dios encarnado en Jesús. Quieren otra cosa.

Los evangelios han conservado una llamada realista de Jesús a sus seguidores. Lo escandaloso de la imagen solo puede provenir de él: «Si alguno quiere venir detrás de mí… cargue sobre las espaldas su cruz y sígame». Jesús no los engaña. Si le siguen de verdad, tendrán que compartir su destino. Terminarán como él. Esa será la mejor prueba de que su seguimiento es fiel.

Seguir a Jesús es una tarea apasionante: es difícil imaginar una vida más digna y noble. Pero tiene un precio. Para seguir a Jesús es importante «hacer»: hacer un mundo más justo y más humano; hacer una Iglesia más fiel a Jesús y más coherente con el evangelio. Sin embargo, es tan importante o más «padecer»: padecer por un mundo más digno; padecer por una Iglesia más evangélica.

Al final de su vida, el teólogo Karl Rahner escribió esto: «Creo que ser cristiano es la tarea más sencilla, la más simple y, a la vez, aquella pesada “carga ligera” de que habla el evangelio. Cuando uno carga con ella, ella carga con uno, y cuanto más tiempo viva uno, tanto más pesada y más ligera llegará a ser. Al final solo queda el misterio. Pero es el misterio de Jesús».

José Antonio Pagola (www.gruposdejesus.com)


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Evangelio del V Domingo de Cuaresma

Jn 11,3-7.17.20-27.33b-45

En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.

Comentario de J. A. Pagola

Esperanza

El relato de la resurrección de Lázaro es sorprendente. Por una parte, nunca se nos presenta a Jesús tan humano, frágil y entrañable como en este momento en que se le muere uno de sus mejores amigos. Por otra, nunca se nos invita tan directamente a creer en su poder salvador: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá… ¿Crees esto?».

Jesús no oculta su cariño hacia estos tres hermanos de Betania que, seguramente, lo acogen en su casa siempre que viene a Jerusalén. Un día Lázaro cae enfermo, y sus hermanas mandan un recado a Jesús: nuestro hermano «a quien tanto quieres», está enfermo. Cuando llega Jesús a la aldea, Lázaro lleva cuatro días enterrado. Ya nadie le podrá devolver la vida.

La familia está rota. Cuando se presenta Jesús, María rompe a llorar. Nadie la puede consolar. Al ver los sollozos de su amiga, Jesús no puede contenerse y también él se echa a llorar. Se le rompe el alma al sentir la impotencia de todos ante la muerte. ¿Quién nos podrá consolar?

Hay en nosotros un deseo insaciable de vida. Nos pasamos los días y los años luchando por vivir. Nos agarramos a la ciencia y, sobre todo, a la medicina para prolongar esta vida biológica, pero siempre llega una última enfermedad de la que nadie nos puede curar.

Tampoco nos serviría vivir esta vida para siempre. Sería horrible un mundo envejecido, lleno de viejos, cada vez con menos espacio para los jóvenes, un mundo en el que no se renovara la vida. Lo que anhelamos es una vida diferente, sin dolor ni vejez, sin hambres ni guerras, una vida plenamente dichosa para todos.

Hoy vivimos en una sociedad que ha sido descrita por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman como «una sociedad de incertidumbre». Nunca había tenido el ser humano tanto poder para avanzar hacia una vida más feliz. Y, sin embargo, tal vez nunca se ha sentido tan impotente ante un futuro incierto y amenazador. ¿En qué podemos esperar?

Como los seres humanos de todos los tiempos, también nosotros vivimos rodeados de tinieblas. ¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Cómo hay que vivir? ¿Cómo hay que morir? Antes de resucitar a Lázaro, Jesús dice a Marta esas palabras, que son para todos sus seguidores un reto decisivo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que crea en mí, aunque haya muerto, vivirá… ¿Crees esto?».

A pesar de dudas y oscuridades, los cristianos creemos en Jesús, Señor de la vida y de la muerte. Solo en él buscamos luz y fuerza para luchar por la vida y para enfrentarnos a la muerte. Solo en él encontramos una esperanza de vida más allá de la vida.


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Buena noticia (4º domingo de Cuaresma y día del padre)

Evangelio según san Juan (9,1.6-9.13-17.34-38):

Un cierto día, al pasar Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Y escupió en tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego y le dijo: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado).»
Él fue, se lavó, y volvió con vista. Y los vecinos y los que antes solían verlo pedir limosna preguntaban: «¿No es ése el que se sentaba a pedir?»
Unos decían: «El mismo.»
Otros decían: «No es él, pero se le parece.»
Él respondía: «Soy yo.»
Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego. Era sábado el día que Jesús hizo barro y le abrió los ojos. También los fariseos le preguntaban cómo había adquirido la vista.
Él les contestó: «Me puso barro en los ojos, me lavé, y veo.»
Algunos de los fariseos comentaban: «Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado.»
Otros replicaban: «¿Cómo puede un pecador hacer semejantes signos?»
Y estaban divididos. Y volvieron a preguntarle al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te ha abierto los ojos?»
Él contestó: «Que es un profeta.»
Le replicaron: «Empecatado naciste tú de pies a cabeza, ¿y nos vas a dar lecciones a nosotros?»
Y lo expulsaron.
Oyó Jesús que lo habían expulsado, lo encontró y le dijo: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?»
Él contestó: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?»
Jesús le dijo: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ése es.»
Él dijo: «Creo, Señor.» Y se postró ante él.

CAMINOS HACIA LA FE
El relato es inolvidable. Se le llama tradicionalmente la «curación del ciego de nacimiento», pero es mucho más, pues el evangelista nos describe el recorrido interior que va haciendo un hombre perdido en tinieblas hasta encontrarse con Jesús, «Luz del mundo».

No conocemos su nombre. Solo sabemos que es un mendigo, ciego de nacimiento, que pide limosna en las afueras del Templo. No conoce la luz. No la ha visto nunca. No puede caminar ni orientarse por sí mismo. Su vida transcurre en tinieblas. Nunca podrá conocer una vida digna.

Un día Jesús pasa por su vida. El ciego está tan necesitado que deja que le trabaje sus ojos. No sabe quién es, pero confía en su fuerza curadora. Siguiendo sus indicaciones, limpia su mirada en la piscina de Siloé y, por primera vez, comienza a ver. El encuentro con Jesús va a cambiar su vida.

Los vecinos lo ven transformado. Es el mismo, pero les parece otro. El hombre les explica su experiencia: «Un hombre que se llama Jesús» lo ha curado. No sabe más. Ignora quién es y dónde está, pero le ha abierto los ojos. Jesús hace bien incluso a aquellos que solo lo reconocen como hombre.

Los fariseos, entendidos en religión, le piden toda clase de explicaciones sobre Jesús. Él les habla de su experiencia: «Solo sé una cosa: que era ciego y ahora veo». Le preguntan qué piensa de Jesús, y él les dice lo que siente: «Que es un profeta». Lo que ha recibido de él es tan bueno que ese hombre tiene que venir de Dios. Así vive mucha gente sencilla su fe en Jesús. No saben teología, pero sienten que ese hombre viene de Dios.

Poco a poco, el mendigo se va quedando solo. Sus padres no lo defienden. Los dirigentes religiosos lo echan de la sinagoga. Pero Jesús no abandona a quien lo ama y lo busca. «Cuando oyó que lo habían expulsado, fue a buscarlo». Jesús tiene sus caminos para encontrarse con quienes lo buscan. Nadie se lo puede impedir.

Cuando Jesús se encuentra con aquel hombre a quien nadie parece entender, solo le hace una pregunta: «¿Crees en el Hijo del hombre?», ¿crees en el Hombre nuevo, el Hombre plenamente humano precisamente por ser encarnación del misterio insondable de Dios? El mendigo está dispuesto a creer, pero se encuentra más ciego que nunca: «¿Y quién es, Señor, para que crea en él?».

Jesús le dice: «Lo estás viendo: el que te está hablando, ese es». Al ciego se le abren ahora los ojos del alma. Se postra ante Jesús y le dice: «Creo, Señor». Solo escuchando a Jesús y dejándonos conducir interiormente por él vamos caminando hacia una fe más plena y también más humilde.

José Antonio Pagola (www.gruposdejesus.com)