Fiesta de San Daniel Comboni, 10 de octubre de 2025
REAVIVANDO EL FUEGO DE LA PASIÓN MISIONERA
Queridos hermanos, los saludamos con la paz y la alegría del Señor Jesucristo y les expresamos nuestros más cálidos deseos en la solemnidad de San Daniel Comboni, nuestro Fundador. Este día es una ocasión especial para todos nosotros y para quienes han visto sus vidas iluminadas por su ejemplo y su misión.
Hace dos semanas, concluyó nuestra Asamblea Intercapitular, inaugurada con una jornada de formación sobre el tema «Reavivar el Fuego de la Misión «. Surgió con fuerza la urgente necesidad de fortalecer nuestra unidad y construir comunidades capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo, aprovechando con cuidado los recursos humanos y materiales a nuestra disposición. Al mismo tiempo, debemos reconocer que nuestra identidad comboniana necesita ser protegida y fortalecida: algunos cohermanos están abandonando el Instituto, otros se están jubilando, y nos preguntamos dónde se ha ido el coraje para ir donde otros no se atreven.
Desde el principio, hemos sido una familia internacional y multicultural. Esta diversidad no es un mero detalle: es un signo del Reino y un testimonio de que la comunión entre pueblos y culturas es posible en Cristo. Es un mensaje de esperanza para un mundo a menudo dividido. Preservar este don es hoy más necesario que nunca si queremos contrarrestar el nacionalismo y el tribalismo que amenazan con infiltrarse en nuestras comunidades.
Para afrontar estos desafíos, debemos reavivar el fuego de nuestra pasión misionera . El fuego es símbolo de celo, valentía y convicción; nos impulsa hacia la misión y nos sostiene en los momentos difíciles. Jesucristo, el primer «Misionero del Padre», afirmó: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera encendido!» ( Lc 12,49). Comboni también recordaba con frecuencia la imagen de un « corazón calentado por el puro amor de Dios »: «Cuando el Misionero de África tiene el corazón calentado por el puro amor de Dios, y con la mirada de la fe contempla el supremo beneficio, la grandeza y la sublimidad de la Obra por la que trabaja, todas las privaciones, las constantes dificultades, las pruebas más duras se convierten para su corazón en un paraíso terrenal» ( Escritos , 2705).
Cuando este fuego arde en nuestro interior, las cruces y las dificultades no nos detienen. Un corazón ardiente permanece fijo en la meta y no se distrae ante obstáculos ni fracasos.
Estamos convencidos de que una misión como la nuestra —cuyos frutos a menudo no veremos plenamente, en la que años de trabajo pueden parecer inútiles, que desafía la lógica y a veces parece desesperanzada— sólo puede llevarse adelante si estamos verdaderamente encendidos de pasión.
Hoy, más que nunca, sentimos la llamada a reavivar este fuego. Muchos nos sentimos cansados o frágiles, y esta fatiga también afecta a las comunidades. Para avivar la llama, necesitamos limpiar las cenizas y echar nuevo combustible. La mejor manera de hacerlo es retomar el fuego original que ardía en nosotros cuando recibimos la llamada misionera comboniana: aquellos momentos en que la vida de Comboni y la misión de los Misioneros Combonianos nos conmovieron profundamente.
Cada uno de nosotros conserva el recuerdo de cuando la vida de Comboni encendió nuestros corazones : tal vez fue su altruismo al escuchar el llamado de Dios, a pesar de ser hijo único; o su valentía al dejar el Instituto Mazza para perseguir lo que consideraba esencial; o su perseverancia frente a la oposición, incluso de la Iglesia; o su fe tenaz ante la pérdida de sus compañeros; o su convicción en la dignidad del pueblo africano, su incansable compromiso con la transformación humana integral, su apertura a las diversas culturas y su visión profética de la misión.
Cualquier chispa que nos encendió, perdura y puede reavivar nuestro fuego. Cuando la dejamos arder de nuevo, superamos el cansancio, la indiferencia y las costumbres cómodas; nuestro amor por la misión se renueva y nos da la fuerza para afrontar cualquier desafío.
¿Y qué mejor momento que la fiesta de nuestro Fundador para reavivar esta llama, recordando que Él nos dio una identidad única en la Iglesia y en el mundo como Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús?
¡Felices fiestas!
Roma, 10 de octubre de 2025 Solemnidad de San Daniel Comboni
El Mensaje para el Domund 2025, último documento misionero del papa Francisco, es un bello texto, sencillo y al mismo tiempo profundo, que ha venido a ser su “testamento espiritual misionero”. Está totalmente inmerso en el itinerario del Jubileo, con su hermoso lema “Peregrinos de la Esperanza”, y parece continuar el camino de renovación misionera propuesto por Francisco a la Iglesia en sus Mensajes desde 2022, que deben leerse y meditarse conjuntamente. Hay que tener en cuenta, además, su tono muy personal, con dos cordiales agradecimientos: uno a los misioneros ad gentes y otro a todos los fieles, a los que exhorta a participar activamente “en la común misión evangelizadora”.
MENSAJE DEL PAPA PARA EL DOMUND 2025
Queridos hermanos y hermanas:
Para la Jornada Mundial de las Misiones del Año jubilar 2025, cuyo mensaje central es la esperanza (cf. Bula Spes non confundit, 1), he elegido este lema: “Misioneros de esperanza entre los pueblos”, que recuerda a cada cristiano y a la Iglesia, comunidad de bautizados, la vocación fundamental a ser mensajeros y constructores de la esperanza, siguiendo las huellas de Cristo. Les deseo a todos que vivan un tiempo de gracia con el Dios fiel que nos ha regenerado en Cristo resucitado «para una esperanza viva» (cf. 1 P 1,3-4); a la vez que quisiera recordarles algunos aspectos relevantes de la identidad misionera cristiana, a fin de que podamos dejarnos guiar por el Espíritu de Dios y arder de santo celo para iniciar una nueva etapa evangelizadora de la Iglesia, enviada a reavivar la esperanza en un mundo abrumado por densas sombras (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 9-55).
1. Tras las huellas de Cristo nuestra esperanza
Celebrando el primer Jubileo ordinario del Tercer milenio, después del Jubileo del año dos mil, mantengamos la mirada orientada hacia Cristo, el centro de la historia, que «es el mismo ayer y hoy, y lo será para siempre» (Hb 13,8). Él, en la sinagoga de Nazaret, declaró el cumplimiento de la Escritura en el “hoy” de su presencia histórica. De ese modo, se reveló como el enviado del Padre con la unción del Espíritu Santo para llevar la Buena Noticia del Reino de Dios e inaugurar «un año de gracia del Señor» para toda la humanidad (cf. Lc 4,16-21).
En este místico “hoy”, que perdura hasta el fin del mundo, Cristo es el cumplimiento de la salvación para todos, particularmente para aquellos cuya esperanza es Dios. Él, en su vida terrena, «pasó haciendo el bien y curando a todos» del mal y del Maligno (cf. Hch 10,38), devolviendo la esperanza en Dios a los necesitados y al pueblo. Además, experimentó todas las fragilidades humanas, excepto la del pecado, pasando también momentos críticos, que podían conducir a la desesperación, como en la agonía del Getsemaní y en la cruz. Pero Jesús encomendaba todo a Dios Padre, obedeciendo con plena confianza a su plan salvífico para la humanidad, plan de paz para un futuro lleno de esperanza (cf. Jr 29,11). De esa manera, se convirtió en el divino Misionero de la esperanza, modelo supremo de todos aquellos que, a lo largo de los siglos, llevan adelante la misión recibida de Dios, incluso en las pruebas extremas.
El Señor Jesús continúa su ministerio de esperanza para la humanidad por medio de sus discípulos, enviados a todos los pueblos y acompañados místicamente por Él; también hoy sigue inclinándose ante cada persona pobre, afligida, desesperada y oprimida por el mal, para derramar sobre sus heridas «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Prefacio “Jesús, buen samaritano”). Obediente a su Señor y Maestro, y con su mismo espíritu de servicio, la Iglesia, comunidad de los discípulos-misioneros de Cristo, prolonga esa misión ofreciendo la vida por todos en medio de las gentes. La Iglesia, aun teniendo que afrontar, por un lado, persecuciones, tribulaciones y dificultades, y, por otro lado, sus propias imperfecciones y caídas, a causa de las fragilidades de sus miembros, está impulsada constantemente por el amor de Cristo a avanzar unida a Él en este camino misionero y a acoger, como Él y con Él, el clamor de la humanidad; más aún, el gemido de toda criatura, en espera de la redención definitiva. Esta es la Iglesia que el Señor llama desde siempre y para siempre a seguir sus huellas; «no una Iglesia estática, [sino] una Iglesia misionera, que camina con el Señor por las vías del mundo» (Homilía en la Santa Misa al finalizar la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los Obispos, 27 octubre 2024).
Por eso, también nosotros sintámonos inspirados a ponernos en camino tras las huellas del Señor Jesús para ser, con Él y en Él, signos y mensajeros de esperanza para todos, en cada lugar y circunstancia que Dios nos concede vivir. ¡Que todos los bautizados, discípulos-misioneros de Cristo, hagan resplandecer la propia esperanza en cada rincón de la tierra!
2. Los cristianos, portadores y constructores de esperanza entre los pueblos
Siguiendo a Cristo el Señor, los cristianos están llamados a transmitir la Buena Noticia compartiendo las condiciones de vida concretas de las personas que encuentran, siendo así portadores y constructores de esperanza. Porque, en efecto, «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (Gaudium et spes,1).
Esta célebre afirmación del Concilio Vaticano II, que expresa el sentir y el estilo de las comunidades cristianas de todos los tiempos, sigue inspirando a sus miembros y los ayuda a caminar con sus hermanos y hermanas en el mundo. Pienso particularmente en ustedes, misioneros y misioneras ad gentes, que, siguiendo la llamada divina, han ido a otras naciones para dar a conocer el amor de Dios en Cristo. ¡Gracias de corazón! Sus vidas son una respuesta concreta al mandato de Cristo resucitado, que ha enviado a sus discípulos a evangelizar a todos los pueblos (cf. Mt 28,18-20). De ese modo, ustedes señalan la vocación universal de los bautizados a ser, con la fuerza del Espíritu Santo y el compromiso cotidiano, entre los pueblos, misioneros de esa inmensa esperanza que nos concede Jesús, el Señor.
El horizonte de esta esperanza va más allá de las realidades mundanas pasajeras y se abre a las divinas, que ya pregustamos en el presente. En efecto, como recordaba san Pablo VI, la salvación en Cristo, que la Iglesia ofrece a todos como don de la misericordia de Dios, no es sólo «inmanente, a medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que […] se identifican totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y las luchas temporales, sino una salvación que desborda todos estos límites para realizarse en una comunión con el único Absoluto Dios, salvación trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que tiene su cumplimiento en la eternidad» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 27).
Animadas por una esperanza tan grande, las comunidades cristianas pueden ser signos de una nueva humanidad en un mundo que, en las zonas más “desarrolladas”, muestra síntomas graves de crisis de lo humano: un sentimiento generalizado de desorientación, soledad y abandono de los ancianos; dificultad para estar disponibles a ayudar a quienes nos rodean. En las naciones más avanzadas tecnológicamente, está decayendo la proximidad; estamos todos interconectados, pero no estamos en relación. La eficiencia y el apego a las cosas y a las ambiciones hacen que estemos centrados en nosotros mismos y seamos incapaces de altruismo. El Evangelio, vivido en la comunidad, puede restituirnos una humanidad íntegra, sana, redimida.
Por lo tanto, renuevo la invitación a realizar las obras indicadas en la Bula de convocación del Jubileo (nn. 7-15), con particular atención a los más pobres y débiles, a los enfermos, a los ancianos, a los excluidos de la sociedad materialista y consumista. Y a hacerlo con el estilo de Dios: con cercanía, compasión y ternura, cuidando la relación personal con los hermanos y las hermanas en su situación concreta (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 127-128). Muchas veces, serán ellos quienes nos enseñarán a vivir con esperanza. Y a través del contacto personal podremos transmitir el amor del Corazón compasivo del Señor. Experimentaremos que «el Corazón de Cristo […] es el núcleo viviente del primer anuncio» (Carta enc. Dilexit nos, 32). Bebiendo de esta fuente, la esperanza recibida de Dios se puede ofrecer con sencillez (cf. 1 P 1,21), llevando a los demás el mismo consuelo con el que nosotros hemos sido consolados por Dios (cf. 2 Co 1,3-4). En el Corazón humano y divino de Jesús, Dios quiere hablar al corazón de cada persona, atrayendo a todos con su amor. «Nosotros hemos sido enviados para continuar esta misión: ser signo del Corazón de Cristo y del amor del Padre, abrazando al mundo entero» (Discurso a los participantes en la Asamblea General de las Obras Misionales Pontificias, 3 junio 2023).
3. Renovar la misión de la esperanza
Hoy, ante la urgencia de la misión de la esperanza, los discípulos de Cristo están llamados en primer lugar a formarse, para ser “artesanos” de esperanza y restauradores de una humanidad con frecuencia distraída e infeliz.
Para ello, es necesario renovar en nosotros la espiritualidad pascual, que vivimos en cada celebración eucarística y sobre todo en el Triduo Pascual, centro y culmen del año litúrgico. Hemos sido bautizados en la muerte y resurrección redentora de Cristo, en la Pascua del Señor, que marca la eterna primavera de la historia. Somos entonces “gente de primavera”, con una mirada siempre llena de esperanza para compartir con todos, porque en Cristo «creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras» sobre la existencia humana (cf. Catequesis, 23 agosto 2017). Por eso, de los misterios pascuales, que se actualizan en las celebraciones litúrgicas y en los sacramentos, recibimos continuamente la fuerza del Espíritu Santo con el celo, la determinación y la paciencia para trabajar en el vasto campo de la evangelización del mundo. «Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos encomienda» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 275). En Él vivimos y testimoniamos esa santa esperanza que es “un don y una tarea para cada cristiano” (cf. La speranza è una luce nella notte, Ciudad del Vaticano 2024, 7).
Los misioneros de esperanza son hombres y mujeres de oración, porque “la persona que espera es una persona que reza”, como decía el venerable cardenal Van Thuan, que mantuvo viva la esperanza en la larga tribulación de la cárcel gracias a la fuerza que recibía de la oración perseverante y de la Eucaristía (cf. F.X. Nguyen Van Thuan, Il cammino della speranza, Roma 2001, n. 963). No olvidemos que rezar es la primera acción misionera y, al mismo tiempo, «la primera fuerza de la esperanza» (Catequesis, 20 mayo 2020).
Por eso, renovemos la misión de la esperanza empezando por la oración, sobre todo la que se hace con la Palabra de Dios y particularmente con los Salmos, que son una gran sinfonía de oración cuyo compositor es el Espíritu Santo (cf.Catequesis, 19 junio 2024). Los Salmos nos educan para esperar en las adversidades, para discernir los signos de esperanza y tener el constante deseo “misionero” de que Dios sea alabado por todos los pueblos (cf. Sal 41,12; 67,4). Rezando mantenemos encendida la llama de la esperanza que Dios encendió en nosotros, para que se convierta en una gran hoguera, que ilumine y dé calor a todos los que están alrededor, también con acciones y gestos concretos inspirados por esa misma oración.
Finalmente, la evangelización es siempre un proceso comunitario, como el carácter de la esperanza cristiana (cf. Benedicto XVI, Carta enc. Spe salvi, 14). Dicho proceso no termina con el primer anuncio y el bautismo, sino que continúa con la construcción de las comunidades cristianas a través del acompañamiento de cada bautizado por el camino del Evangelio. En la sociedad moderna, la pertenencia a la Iglesia no es nunca una realidad adquirida de una vez por todas. Por eso, la acción misionera de transmitir y formar una fe madura en Cristo es «el paradigma de toda obra de la Iglesia» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 15), una obra que requiere comunión de oración y de acción. Sigo insistiendo sobre esta sinodalidad misionera de la Iglesia, como también sobre el servicio de las Obras Misionales Pontificias en promover la responsabilidad misionera de los bautizados y sostener a las nuevas Iglesias particulares. Y los exhorto a todos ustedes —niños, jóvenes, adultos, ancianos—, a participar activamente en la común misión evangelizadora con el testimonio de sus vidas y con la oración, con sus sacrificios y su generosidad. Por esto, ¡gracias de corazón!
Queridas hermanas y queridos hermanos, acudamos a María, Madre de Jesucristo, nuestra esperanza. A Ella le confiamos este deseo para el Jubileo y para los años futuros: «Que la luz de la esperanza cristiana pueda llegar a todas las personas, como mensaje del amor de Dios que se dirige a todos. Y que la Iglesia sea testigo fiel de este anuncio en todas partes del mundo» (Bula Spes non confundit, 6).
Francisco
Roma, San Juan de Letrán, 25 de enero de 2025, fiesta de la Conversión de San Pablo
En el contexto mundial actual, tristemente marcado por la guerra, la violencia, la injusticia y los fenómenos meteorológicos extremos, son precisamente estos millones de migrantes, obligados a abandonar su patria para buscar refugio en otro lugar, quienes encarnan la esperanza. León XIV escribió esto en su mensaje para la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, titulado «Migrantes, Misioneros de la Esperanza». Durante el Año Santo, la Jornada se celebrará los días 4 y 5 de octubre, coincidiendo con el Jubileo de los Migrantes y del Mundo Misionero.
Los desafíos del futuro son cada vez más exigentes, advierte el Pontífice, señalando una tendencia generalizada a «cuidar exclusivamente los intereses de comunidades limitadas», sin tener en cuenta la responsabilidad compartida ni la «solidaridad global». Las palabras del Obispo de Roma también se refieren a la renovada carrera armamentista y al desarrollo de nuevas armas, «incluidas las nucleares», junto con las dramáticas consecuencias de la crisis climática y la desigualdad económica.
Ante todo esto —enfatiza León XIV—, los migrantes, refugiados y desplazados son «testigos privilegiados de la esperanza vivida en la vida cotidiana, mediante su confianza en Dios y su resistencia a la adversidad en busca de un futuro mejor». Mensajeros de esperanza, «recuerdan a la Iglesia su dimensión peregrina», y los católicos, en particular, pueden impulsar «nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado».
Queridos hermanos y hermanas: La 111 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, que mi predecesor quiso hacer coincidir con el Jubileo de los Migrantes y del Mundo Misionero, nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el vínculo entre esperanza, migración y misión.
El contexto global actual está tristemente marcado por guerras, violencia, injusticia y fenómenos meteorológicos extremos, que obligan a millones de personas a abandonar sus hogares para buscar refugio en otros lugares. La tendencia generalizada a priorizar exclusivamente los intereses de las comunidades locales supone una grave amenaza para la responsabilidad compartida, la cooperación multilateral, la búsqueda del bien común y la solidaridad global en beneficio de toda la humanidad. La perspectiva de una renovada carrera armamentista y el desarrollo de nuevas armas, incluidas las nucleares, la falta de consideración por los efectos nocivos de la actual crisis climática y las profundas desigualdades económicas hacen que los desafíos del presente y del futuro sean cada vez más abrumadores.
Ante las teorías de devastación global y los escenarios aterradores, es importante que crezca en el corazón de muchos el deseo de esperar un futuro de dignidad y paz para todos los seres humanos. Este futuro es parte esencial del plan de Dios para la humanidad y el resto de la creación. Es el futuro mesiánico anticipado por los profetas: «Ancianos y ancianas volverán a sentarse en las calles de Jerusalén, cada uno con su bastón en la mano por su longevidad. Y las calles de la ciudad estarán llenas de niños y niñas que jugarán en sus calles. […] Esta es la semilla de la paz: la vid dará su fruto, la tierra dará su fruto, y los cielos darán su rocío» ( Zacarías 8,4-5.12). Y este futuro ya ha comenzado, porque fue inaugurado por Jesucristo (cf. Mc 1,15 y Lc 17,21), y creemos y esperamos en su plena realización, porque el Señor siempre cumple sus promesas.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «La virtud de la esperanza responde a la aspiración a la felicidad que Dios ha puesto en el corazón de cada hombre; asume las expectativas que inspiran las actividades humanas» (n.º 1818). Y la búsqueda de la felicidad —y la perspectiva de encontrarla en otro lugar— es sin duda una de las principales motivaciones de la movilidad humana contemporánea.
Esta conexión entre migración y esperanza se revela claramente en muchas de las experiencias migratorias actuales. Muchos migrantes, refugiados y desplazados son testigos privilegiados de la esperanza vivida en la vida cotidiana, a través de su confianza en Dios y su resistencia a la adversidad en aras de un futuro en el que vislumbran la cercanía de la felicidad y el desarrollo humano integral. La experiencia itinerante del pueblo de Israel se renueva en ellos: «Oh Dios, cuando saliste al frente de tu pueblo, cuando marchaste por el desierto, la tierra tembló, los cielos destilaron agua ante la presencia de Dios, el Dios del Sinaí, ante la presencia de Dios, el Dios de Israel. Tú, oh Dios, hiciste llover abundantemente, y asentiste tu heredad empobrecida, y tu pueblo habitó en ella; en ella, en tu bondad, salvaste a los pobres, oh Dios» ( Sal 68,8-11).
En un mundo oscurecido por la guerra y la injusticia, incluso donde todo parece perdido, los migrantes y refugiados se alzan como mensajeros de esperanza. Su valentía y tenacidad son un testimonio heroico de una fe que ve más allá de lo que nuestros ojos alcanzan y les da la fuerza para desafiar a la muerte en las diversas rutas migratorias contemporáneas. Aquí también encontramos una clara analogía con la experiencia del pueblo de Israel que vagaba por el desierto, quien afrontó todos los peligros confiando en la protección del Señor: «Él te librará de la trampa del cazador, de la peste destructora. Te cubrirá con sus plumas, y bajo sus alas encontrarás refugio; su fidelidad será tu escudo y adarga. No temerás el terror de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la destrucción devastadora del mediodía» ( Sal 91,3-6).
Los migrantes y refugiados recuerdan a la Iglesia su dimensión peregrina, en constante lucha por alcanzar su patria definitiva, sostenida por una esperanza que es una virtud teologal. Cada vez que la Iglesia cede a la tentación de la sedentarización y deja de ser una civitas peregrina , el pueblo de Dios en peregrinación hacia la patria celestial (cf. Agustín, De civitate Dei , Libros XIV-XVI), deja de estar en el mundo y se convierte en parte del mundo (cf. Jn 15,19). Esta tentación ya estaba presente en las primeras comunidades cristianas, hasta el punto de que el apóstol Pablo tuvo que recordar a la Iglesia de Filipos que «nuestra ciudadanía está en el cielo, de donde esperamos con ansias al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en un cuerpo glorioso suyo, por el poder que tiene para someterlo todo a sí mismo» ( Flp 3,20-21).
En particular, los migrantes y refugiados católicos pueden convertirse en misioneros de esperanza en los países que los acogen, impulsando nuevos caminos de fe allí donde el mensaje de Jesucristo aún no ha llegado, o iniciando diálogos interreligiosos basados en la vida cotidiana y la búsqueda de valores compartidos. De hecho, con su entusiasmo y vitalidad espiritual, pueden contribuir a revitalizar comunidades eclesiales rígidas y agobiadas, donde un desierto espiritual avanza amenazante. Su presencia debe ser reconocida y apreciada como una verdadera bendición divina, una oportunidad para abrirse a la gracia de Dios que infunde nueva energía y esperanza a su Iglesia: «No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles» ( Heb 13,2).
El primer elemento de la evangelización, como enfatizó San Pablo VI, es generalmente el testimonio: «Todos los cristianos están llamados y pueden ser, en este sentido, verdaderos evangelizadores. Pensemos sobre todo en la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben» ( Evangelii Nuntiandi , 21). Se trata de una verdadera missio migrantium —una misión llevada a cabo por migrantes— para la cual debe garantizarse una preparación adecuada y un apoyo continuo, fruto de una cooperación intereclesial eficaz.
Por otro lado, las comunidades que los acogen también pueden ser un testimonio vivo de esperanza. Esperanza entendida como la promesa de un presente y un futuro en el que se reconoce la dignidad de todos como hijos de Dios. De esta manera, los migrantes y refugiados son reconocidos como hermanos y hermanas, parte de una familia donde pueden expresar sus talentos y participar plenamente en la vida comunitaria.
Con ocasión de esta jornada jubilar, en la que la Iglesia reza por todos los emigrantes y refugiados, deseo confiar a todos los que están en camino, así como a quienes se esfuerzan por acompañarlos, a la protección materna de la Virgen María, consuelo de los emigrantes, para que mantenga viva la esperanza en sus corazones y los sostenga en el compromiso de construir un mundo cada vez más parecido al Reino de Dios, la verdadera patria que nos espera al final de nuestro camino.
Desde el Vaticano, 25 de julio de 2025, Fiesta del Apóstol Santiago
Hoy, 1 de octubre, fiesta de santa Teresa de Lisieux, patrona de las misiones, inauguramos el mes más misionero del año que tendrá su punto álgido en la celebración de la Jornada Mundial de las Misiones del domingo19 de octubre. Antes, los días 4 y 5 de octubre tendrá lugar en Roma el jubileo de las misiones y el día 10, celebraremos la fiesta de san Daniel Comboni, fundador de la familia comboniana.
Santa Teresa de Lisieux pasó la mayor parte de sus 25 años de vida sin salir de su convento de Carmelitas, mientras que san Daniel Comboni no dejó de viajar de un lugar para otro hasta su muerte en 1881, ocurrida en Jartum (Sudán) a los 50 años, cuando Teresa solo tenía 8 años. Ambos fueron grandes misioneros. Teresa a los pies del Sagrario ofreciendo su sacrificio y oración por los misioneros y Daniel visitando y abriendo comunidades en Sudán y recorriendo Europa en busca de apoyo económico, vocaciones misioneras y oraciones.
Ambos un ejemplo de misioneros para todos nosotros.
COMPROMISO JUBILAR COMBONIANO La campaña por la justicia climática de las congregaciones religiosas
Introducción
Comenzamos esta presentación con algunas consideraciones carismáticas sobre tres acontecimientos históricos:
1. El año 2024, el más caluroso registrado a nivel mundial, marcó un hito significativo en la crisis climática. Fue el primer año natural en el que la temperatura media global superó en 1,5 °C los niveles preindustriales, un umbral que el Acuerdo de París de 2015 sobre el cambio climático se propuso no sobrepasar. Enero de 2025 intensificó aún más esta tendencia, registrándose el mes más caluroso jamás observado. La urgencia de la crisis del calentamiento global no puede subestimarse. Estamos presenciando impactos cada vez más graves, que afectan especialmente a las personas de ingresos bajos y medios, tanto en países en desarrollo como desarrollados. El clamor de la tierra y el clamor de los pobres nos alcanza cada vez con más fuerza. En particular, como misioneros combonianos, herederos de la sensibilidad y el carisma de San Daniel Comboni, nos sentimos interpelados por este clamor.
2. La COP30 es la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, programada para noviembre de 2025 en Belém, Brasil. La presidencia de la COP30 invita a la comunidad internacional a unirse en un «mutirão» global (una antigua práctica de colaboración colectiva para lograr una tarea común) contra el cambio climático, en un esfuerzo compartido entre los pueblos por el progreso de la humanidad. La COP30 puede representar un punto de inflexión en la acción climática, guiada por el principio de justicia climática, rompiendo con las tendencias actuales que llevan al mundo al abismo. El carisma comboniano es particularmente sensible a las exigencias de la liberación integral (RV 61), asumiendo un servicio de evangelización comprometido con la liberación del pecado, incluyendo el pecado social cristalizado en estructuras opresivas y tendencias destructivas, como las que la COP30 pretende superar.
3. Este año, 2025, celebramos un Jubileo ordinario que centra la esperanza. Primero, encontramos esperanza en la gracia de Dios, que experimentamos a través de su misericordia y perdón. Pero también estamos llamados a descubrirla respondiendo a la injusticia ecosocial. Por ejemplo, la Bula de Invocación del Jubileo 2025, « Spes non confundit» («La esperanza no defrauda»), lanza varios llamamientos específicos:
= dar pasos concretos para erradicar el hambre, verdadero escándalo para la humanidad;
La deuda ecológica de las naciones más ricas exige reconocer la gravedad de muchas de sus decisiones pasadas y la determinación de condonar las deudas de países que nunca podrán pagarlas. Más que una cuestión de generosidad, es una cuestión de justicia, considerando los desequilibrios comerciales que impactan el medio ambiente y el uso desproporcionado de los recursos naturales por parte de algunos países a lo largo del tiempo.
El Jubileo nos invita a reparar, a allanar el camino hacia la paz en nuestro mundo. Es un llamado a comprometernos a remediar las causas profundas de la injusticia, a pagar las deudas injustas e impagables, y a alimentar a los hambrientos. (SNC 16)
A lo largo de su ministerio, San Daniel Comboni comprendió la proclamación del Evangelio como una fuerza liberadora del pecado y de las estructuras del pecado, como la esclavitud y la trata de personas. Fue una voz profética, incansablemente comprometida con la defensa de la humanidad africana y los derechos humanos, llegando incluso a apelar a las más altas autoridades civiles y políticas de su tiempo. Con sano realismo, comprendió que no basta con liberar a los esclavos; también debemos construir una sociedad alternativa, más justa, fraterna y sostenible —como atestigua la experiencia de la comunidad campesina de Malbes—; de lo contrario, la libertad que hemos conquistado pronto se perderá.
En las circunstancias de su tiempo, San Daniel Comboni supo hacer causa común con los pueblos de África, en medio de las aflicciones de la sequía y el hambre, así como de la pérdida de la libertad y la trata de esclavos. No escatimó esfuerzos y se comprometió en todos los frentes a defender la causa de la justicia social y la dignidad de África, apelando a las más altas autoridades de su tiempo. Comboni denunció tanto el sistema de trata de esclavos de Oriente como las ambiciones coloniales de Europa, que en nombre de la «civilización» impusieron su dominio sobre África. Él, en cambio, vivió para promover una civilización diferente, a saber, la «civilización del amor», nacida del Evangelio y que florecería mediante la regeneración de África con África.
¿Cómo podemos permanecer indiferentes ante lo que sucede en el mundo hoy?
El atractivo del jubileo bíblico
El Jubileo 2025 nos invita a ser peregrinos de esperanza, asumiendo también los grandes desafíos de nuestro tiempo para encontrar respuestas que anuncien a todos la buena nueva del Reino venidero. Si observamos las exigencias del Jubileo bíblico, encontramos guía e inspiración para transformar la esperanza en acción dentro del sistema global actual.
La tradición bíblica del Jubileo invita al pueblo de Dios a la conversión mediante el restablecimiento de relaciones justas y una sociedad igualitaria, donde se respeten y promuevan la dignidad humana y la fraternidad. En particular, contempla:
Resto de la tierra (Levítico 25:11) : Esto significó la liberación de los sistemas de acumulación y explotación, a la vez que promovía compartir lo que la providencia divina provee para las necesidades básicas de todos. Cuando se comparte lo poco que hay, hay suficiente para todos.
= Restitución de tierras(Lev 25, 10; 13) : Las propiedades que habían sido vendidas o transferidas fueron devueltas a sus dueños originales, asegurando que las familias mantuvieran sus medios de vida y su identidad sociocultural.
= Liberación de los esclavos(Lev 25, 10) : aquellos que se habían vendido como esclavos a causa de las deudas fueron liberados, reafirmando la dignidad y la libertad de toda persona y llamando a la fraternidad en una sociedad igualitaria.
= Remisión de deudas(Dt 15,1-3) : En relación con el Año Sabático —el año de la remisión—, el Jubileo contempló la cancelación de las deudas, permitiendo a quienes habían caído en la pobreza comenzar de nuevo sin la opresión de las obligaciones financieras; de hecho, los acreedores no podían dejarlos con las manos vacías, sino que debían darles lo necesario para comenzar de nuevo (Dt 15,13-14). Esto subrayó la importancia de la misericordia y la solidaridad, ofreciendo a todos la oportunidad de un nuevo comienzo.
Estas medidas no fueron meramente económicas, sino que conllevaron un profundo significado teológico: Dios como único y verdadero dueño de la tierra y liberador de su pueblo. En definitiva, se trataba de regresar al sueño de Dios para la humanidad; un sueño del que la humanidad se distancia al construir una sociedad basada en la acumulación de riqueza y recursos, en la dominación y la violencia contra otros, a menudo disfrazadas de justificaciones religiosas. En cambio, el Jubileo imagina una sociedad alternativa fundada en el compartir, el servicio, la no violencia y una relación con Dios, que escucha el clamor de los pobres.
El Jubileo de los Peregrinos de la Esperanza y la Misión Evangelizadora
El Jubileo se presenta como una oportunidad privilegiada para revitalizar la misión evangelizadora de la Iglesia en un tiempo marcado por crisis globales, desorientación cultural y una sed de sentido. En un mundo asolado por guerras, desigualdades e inseguridades existenciales, la esperanza cristiana se convierte en un mensaje profético, capaz de llegar al corazón de la humanidad. No es un optimismo vago, sino una certeza fundada en la presencia del Resucitado, que sigue obrando en la historia y transformando vidas. La dimensión jubilar, desde sus orígenes bíblicos, está vinculada a los temas de la liberación, el perdón y la posibilidad de un nuevo comienzo. En este sentido, el Jubileo no es solo una celebración, sino un momento propicio para proclamar la buena nueva y hacer visible la misericordia de Dios.
El Jubileo, por tanto, representa una oportunidad para involucrar a todo el pueblo de Dios en un renovado impulso misionero. No se limita a Roma, sino que invita a cada comunidad local a convertirse en un espacio de esperanza, iniciando caminos de encuentro, evangelización y transformación social. El poder simbólico del Jubileo puede atraer incluso a quienes están alejados de la fe: los temas fundamentales de la restitución de tierras y el descanso, la liberación de toda forma de esclavitud económica y productiva, y la condonación de la deuda son de gran actualidad y relevancia para los pobres y excluidos de todo el mundo, y pueden convertirse en vías a través de las cuales la Iglesia ofrece una propuesta significativa y creíble. En un tiempo que corre el riesgo del cinismo y la resignación, el Jubileo invita a la Iglesia a proclamar, con humildad y valentía, que la esperanza es posible y tiene un nombre: Jesucristo.
El sueño del XIX Capítulo General dialoga intensamente con todo esto: «Soñamos con un estilo misionero más arraigado en la realidad de los pueblos que acompañamos hacia el Reino, capaz de responder al clamor de la Tierra y de los empobrecidos» (AC 2022, 28), a alcanzar –en respuesta a los desafíos del cambio de época que vivimos y a la luz de la Palabra de Dios– asumiendo la Ecología Integral como eje fundamental de nuestra misión (AC 2022, 30).
La importancia del Jubileo en el escenario geopolítico actual
Hoy en día, el mundo se enfrenta a una «policrisis», la presencia simultánea de varias crisis que se influyen mutuamente. Por un lado, por ejemplo, está la crisis climática, con efectos devastadores; por otro, nos encontramos en una situación que el papa Francisco ha descrito como una Tercera Guerra Mundial fragmentada. Parece que ya no existe ninguna línea roja capaz de contener los conflictos, y la carrera armamentista ha alcanzado niveles sin precedentes, generando nueva deuda y desviando recursos de los servicios sociales y las iniciativas de mitigación, adaptación y remediación del cambio climático. El enfoque multilateral y diplomático para resolver los problemas y conflictos globales está en declive, y el mundo ha entrado en una fase en la que prevalece la lógica de apelar a la «ley de la fuerza» —en lugar de la fuerza de la ley (FT 174)— de aniquilación e impunidad. Los derechos humanos y de los pueblos se ven desatendidos o pisoteados, y las desigualdades siguen aumentando debido a estructuras económicas injustas, empujando a cada vez más personas por debajo del umbral de la pobreza y al planeta más allá de su capacidad regenerativa.
En este contexto, el llamado a un Jubileo bíblico es más oportuno y significativo que nunca: es un llamado a reparar un sistema socioeconómico y político injusto, insostenible y pecaminoso. La Laudate Deum invocó una peregrinación de reconciliación con el mundo que nos acoge (LD 69), para construir la paz con la creación y entre los pueblos.
Convertir la esperanza en acción en el mundo actual
Cuando hablamos de cambio sistémico, nos referimos a una transformación radical de las estructuras sociales y la mentalidad, o cultura, que las sustenta. No debemos desanimarnos por la magnitud y complejidad de la lucha contra la crisis que estamos viviendo, con resultados por debajo de las expectativas. Laudate Deum (LD 36) ya lo había señalado.
Es lamentable que se desperdicien las crisis globales cuando podrían ser una oportunidad para lograr un cambio positivo. Esto ocurrió en la crisis financiera de 2007-2008 y se ha repetido en la crisis de la COVID-19.
Y luego otra vez eso
Para lograr un progreso sólido y duradero, quisiera insistir en que «deben fomentarse los acuerdos multilaterales entre los Estados». (LD 34)
Es cierto que en los últimos años el enfoque multilateral ha llegado a un estado de parálisis, y por ello el desafío actual es reconfigurarlo y recrearlo, teniendo en cuenta la nueva situación del mundo.
A pesar de todas sus limitaciones y defectos, todavía hay un lugar donde esta reconfiguración es posible, a saber, la Conferencia anual de las Partes sobre el Cambio Climático, generalmente conocida por su acrónimo COP. Las Partes son los estados que han firmado acuerdos climáticos, como el Acuerdo de París (2015), de los cuales actualmente hay 197 más la Unión Europea. Cada año vemos cuán lento y decepcionante es el progreso logrado en estas conferencias. Los intereses egoístas y conflictivos de los estados bloquean fácilmente un proceso basado en el consenso. Sobre todo, el invitado de piedra es el hecho de que, a menos que cambiemos el modelo de desarrollo actual, que se basa en una economía extractiva que apunta a maximizar las ganancias a expensas de las realidades sociales y ambientales, no hay soluciones a la crisis climática. El desafío actual es, entonces, como argumenta Laudate Deum , reconfigurar y recrear este espacio (LD 37). De hecho, el Papa Francisco ha abogado por un nuevo modelo de multilateralismo que reconoce que «muchos grupos y organizaciones de la sociedad civil contribuyen a compensar las debilidades de la comunidad internacional, su falta de coordinación en situaciones complejas y su desinterés por los derechos humanos» (LD 37). Las organizaciones de la sociedad civil y los pueblos indígenas ya pueden participar como observadores en las COP. Las congregaciones religiosas están llamadas a acompañarlos en este camino abogando por la justicia climática. Y dado que todo está interconectado, como afirma repetidamente la encíclica Laudato si’ , cuando los pueblos indígenas, la sociedad civil y las organizaciones religiosas abordan la crisis climática en las COP, también vinculan esta crisis con la crisis socioeconómica y los conflictos que están devastando sociedades y ecosistemas.
El llamado a la justicia climática y a nuestro hogar común
La crisis climática, como se mencionó al principio, ha alcanzado un punto peligroso, impulsada por el calentamiento global. Para 2024, la temperatura media de la Tierra habrá superado los niveles preindustriales en 1,5 °C, el límite establecido por el Acuerdo de París (2015) para evitar los impactos climáticos más graves. Las poblaciones de todo el mundo, en particular las más pobres y vulnerables, ya sufren olas de calor extremas, inundaciones y sequías cada vez más frecuentes.
Inspiradas tanto por Laudato Si’ como por el llamado del Papa León XIV a vivir una ecología integral con justicia, las Conferencias y Consejos Episcopales de África, Asia, América Latina y el Caribe han publicado un mensaje con motivo de la COP30, dirigido a los líderes gubernamentales, instándolos a trabajar por la ambiciosa implementación del Acuerdo de París en beneficio de las personas y del planeta. Alzan una voz profética, llamando a la paz a través de una conversión ecológica que transforme el actual modelo de desarrollo, basado en el extractivismo, la tecnocracia y la mercantilización de la naturaleza. En consonancia con la postura de los obispos, las congregaciones religiosas católicas también alzan sus voces por la justicia climática, instando a los gobiernos a actuar con valentía durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima que se celebrará en Brasil (10-21 de noviembre de 2025), también conocida como COP30.
La campaña de las congregaciones religiosas para la COP30
En referencia a las negociaciones en curso, las Congregaciones religiosas, a través de la comisión JPIC de la USG y la UISG, plantearon cuatro peticiones fundamentales para responder al clamor de los pobres y de la Tierra por la justicia climática:
1. Cancelación de las deudas de los países que «nunca podrán pagarlas» (SNC 16)
Como afirma la Bula de Convocatoria del Jubileo 2025, Spes non confundit , se trata más de una cuestión de justicia que de generosidad. Esta cuestión cobra mayor urgencia hoy en día debido a una nueva forma de injusticia, cada vez más reconocida: la existencia de una verdadera «deuda ecológica», especialmente entre el Norte y el Sur global, vinculada a desequilibrios comerciales con impactos ambientales y al uso desproporcionado de recursos naturales por parte de algunos países durante largos períodos.
Los obispos del Sur global instan a la formación de una coalición histórica de actores del Sur y del Norte globales, unidos por un compromiso con la ética y la justicia, para abordar el problema de la deuda. Por lo tanto, las congregaciones religiosas católicas, ante la difícil situación de muchos países pobres atrapados en deudas injustas que obstaculizan la inversión en la protección de las personas frente a los desastres climáticos, instan a encontrar formas equitativas de cancelar estas deudas, de modo que puedan destinar recursos a la salud, la educación y la acción climática, en lugar de al pago del servicio de la deuda. Este llamamiento concuerda con la petición deuteronómica de la condonación de las deudas en el día de reposo.
2. Fortalecer el Fondo de Pérdidas y Daños
Esta es una iniciativa acordada en la COP27 (Sharm El Sheikh, 2022) para proporcionar recursos financieros a los países en desarrollo afectados por pérdidas y daños debido al cambio climático. Se reconoció como una cuestión de justicia climática, ya que los países que menos han contribuido al cambio climático suelen ser los que sufren los impactos más graves. Al año siguiente, en la COP28 (Dubái, 2023), se estableció el fondo con compromisos iniciales de aproximadamente 700 millones de dólares, una cifra muy alejada de las necesidades estimadas (que ascienden a muchos miles de millones cada año). Como señala Laudate Deum (2023):
Al menos representó un avance en la consolidación de un sistema de financiación de pérdidas y daños en los países más afectados por desastres climáticos. Esto parecería dar una nueva voz y un papel más importante a los países en desarrollo. Sin embargo, incluso en este caso, muchos aspectos permanecieron imprecisos, especialmente en lo que respecta a las responsabilidades concretas de los países contribuyentes. (LD 51)
Los obispos del Sur Global llaman a los países ricos a reconocer y asumir su deuda social y ecológica, como principales culpables históricos de la extracción de recursos naturales y de la emisión de gases de efecto invernadero; y a comprometerse a un financiamiento climático justo, accesible y efectivo que no genere más deuda, para compensar las pérdidas y daños ya existentes en el Sur Global.
El cambio climático causa pérdidas y daños que los países pobres no pueden evitar. Las congregaciones religiosas exigen un fondo para pérdidas y daños que proporcione asistencia financiera rápida, adecuada y equitativa, sin generar nueva deuda, para que los países afectados puedan reconstruirse y recuperarse. Esto concuerda con el llamado bíblico a restaurar los medios de vida de las personas empobrecidas.
3. Establecer objetivos para una transición energética justa
Reemplazar los combustibles fósiles por energías renovables como la solar, la eólica y otras fuentes sostenibles es esencial para un futuro climáticamente seguro. Los combustibles fósiles son responsables de más del 80 % del calentamiento global. Tras décadas de negociaciones climáticas, los combustibles fósiles finalmente han cobrado protagonismo en el debate. Sin embargo, muchos gobiernos siguen aprobando nuevos proyectos de carbón, petróleo y gas, lo que pone en peligro la posibilidad de limitar el calentamiento a 1,5 °C.
Las congregaciones religiosas exigen un plan concreto y vinculante para poner fin a la expansión de nuevos proyectos de carbón, petróleo y gas, y gestionar una transición global hacia el abandono de los combustibles fósiles. Una eliminación gradual y justa requiere un plan justo para reducir gradualmente la producción actual de combustibles fósiles, siendo los países con mayor capacidad y responsabilidad histórica en materia de emisiones los primeros en realizar la transición, brindando apoyo a otros en todo el mundo. Los subsidios a los combustibles fósiles deben cesar, y los Estados deben establecer objetivos claros para la transición a las energías renovables, sin dejar atrás a ningún trabajador, comunidad ni país. Este llamado está en profunda sintonía con el llamado bíblico al descanso de la tierra, para asegurar la liberación de los sistemas de acumulación y explotación.
Los obispos del Sur global también exigen detener cualquier expansión de la extracción de combustibles fósiles y abandonar el modelo económico basado en el uso de dichos combustibles. En su lugar, proponen apoyar alternativas energéticas sostenibles y descentralizadas que respeten los territorios y las personas históricamente sacrificadas. La declaración de los obispos enfatiza que:
La idea de una «transición energética justa», aunque se presenta como una solución a la crisis ambiental, a menudo termina perpetuando el modelo actual, que beneficia a las grandes multinacionales y a los países del Norte Global, a la vez que impone costos desproporcionados al Sur Global. Los proyectos energéticos actuales suelen provocar el desplazamiento de comunidades y la destrucción de ecosistemas, lo que exacerba las desigualdades. Además, la creciente retórica de que la solución reside en la expansión de la minería, en particular para la extracción de los llamados minerales «críticos» y tierras raras, es ecológicamente insostenible, injusta y depredadora. Refuerza el extractivismo colonial, transforma territorios enteros en «zonas de sacrificio», viola los derechos humanos y devasta la naturaleza en nombre de una falsa sostenibilidad. Es urgente abandonar un modelo económico que propone un crecimiento infinito en un planeta finito y, para ello, explota a las personas y los recursos sin límite.
De hecho, una transición justa debe respetar los derechos de los pueblos indígenas y las comunidades locales, muchos de los cuales viven en tierras ancestrales donde se produce gran parte de la minería para obtener energía limpia. Ya en Laudato si’, advirtió contra esta tendencia, que conduce a la degradación ambiental:
Se trata de «una forma de entender la vida y la acción humanas que distorsiona y contradice la realidad hasta el punto de arruinarla». [ LS 101 ] En esencia, consiste en pensar «como si la realidad, la bondad y la verdad brotaran espontáneamente del poder mismo de la tecnología y la economía». [ LS 105 ] Como consecuencia lógica, «de aquí se pasa fácilmente a la idea del crecimiento infinito o ilimitado, que tanto ha entusiasmado a economistas, teóricos financieros y tecnológicos». [LS 106]. (LD 20)
En otras palabras, una transición justa no se trata solo de cambiar a energías renovables, sino también de vivir dentro de los límites planetarios mediante la modificación de los estilos de vida y los modos de producción y consumo. En este sentido, el llamado jubilar bíblico a dejar descansar la Tierra es perfectamente oportuno. La suposición de que la combinación del poder de las finanzas y la tecnología puede resolver todos los problemas y generar ganancias —sin cuestionar el modelo de desarrollo fundamentalmente defectuoso que generó la crisis climática, con su enfoque extractivo y el uso intensivo de combustibles fósiles (LS 23)— es manifiestamente falsa. Como afirma Laudato si’ :
La tecnología, que, ligada a las finanzas, pretende ser la única solución a los problemas, en realidad es incapaz de ver el misterio de las múltiples relaciones que existen entre las cosas, y por eso a veces resuelve un problema creando otros. (LS 20)
4. Establecer objetivos concretos para desarrollar un sistema global de soberanía alimentaria basado en prácticas agroecológicas.
La agricultura industrial perjudica la naturaleza y el clima. Las congregaciones religiosas piden apoyo a los pequeños y medianos agricultores, especialmente a las mujeres, que practican la agroecología. Esto contribuirá a crear sistemas alimentarios sostenibles que protejan el medio ambiente y proporcionen alimentos saludables, promoviendo métodos de producción, procesamiento, distribución y consumo adaptados a las culturas. Esto también coincide con el apoyo de los obispos del Sur Global a la agricultura familiar, que representa la mayor parte de la producción alimentaria en sus países. Los obispos insisten en que se proteja y promueva el trabajo de millones de familias, fomentando la cooperación en la gestión sostenible del agua y el suelo, y priorizando la restauración de tierras degradadas.
Este llamado resuena profundamente con los llamados del Jubileo bíblico a la restitución de la tierra y a la liberación del trabajo esclavo, que hoy se manifiesta en relaciones laborales explotadoras que mantienen como rehenes a personas sin sus propios medios de subsistencia.
Laudato si’ también aboga firmemente por sistemas agrícolas sostenibles, a pequeña escala y diversificados que respeten la naturaleza y promuevan la justicia para los pobres. Critica el modelo agrícola industrial dominante por sus impactos ambientales y sociales. Esta crítica coincide con la oposición de la agroecología a los monocultivos, la dependencia de aditivos químicos y el dominio de las grandes agroindustrias. La encíclica también afirma la importancia de la agricultura familiar y los conocimientos tradicionales, fundamentales para las prácticas agroecológicas:
Para mantener el empleo, es fundamental promover una economía que fomente la diversificación productiva y la creatividad empresarial. Por ejemplo, una amplia variedad de sistemas alimentarios agrícolas a pequeña escala siguen alimentando a la mayoría de la población mundial, utilizando una porción menor de tierra y agua y generando menos residuos, ya sea en pequeñas parcelas y huertos, en la caza y la silvicultura, o en la pesca artesanal. Las economías de escala, especialmente en la agricultura, acaban obligando a los pequeños agricultores a vender sus tierras o abandonar sus cultivos tradicionales. Los intentos de algunos agricultores por desarrollar otras formas de producción más diversificadas resultan inútiles debido a la dificultad de acceder a los mercados regionales y globales o porque la infraestructura de ventas y transporte está al servicio de las grandes corporaciones. Las autoridades tienen el derecho y la responsabilidad de adoptar medidas claras y firmes para apoyar a los pequeños agricultores y la diversificación de la producción.
Cómo participar en la campaña
Estamos todos invitados a participar en esta campaña, antes de la COP30, para presionar a los gobiernos de todo el mundo a que tomen medidas climáticas efectivas, globales y oportunas. Por ello, se ha lanzado una campaña de firmas en línea. Tiene dos componentes: recolectar firmas en apoyo a la declaración religiosa para dar a conocer nuestra postura sobre las medidas necesarias para abordar la crisis climática; y enviar la declaración a los negociadores de su país para presionarlos a priorizar el bien común sobre los intereses egoístas. Sin un fuerte apoyo popular, es improbable que la COP logre resultados acordes con la situación.
La campaña continuará durante todo el Tiempo de la Creación (1 de septiembre – 4 de octubre) y como Misioneros Combonianos la asumimos como un compromiso Jubilar concreto.
Participar es muy sencillo: haciendo clic en el enlace https://www.ecojesuit.com/ndcs-for-cop30/ accederás a una interfaz donde podrás facilitar tus datos personales, firmando así la petición, e indicando a qué gobierno enviarla.
Conclusión
Estos llamamientos están estrechamente relacionados con las negociaciones que tendrán lugar en la COP30 en Belém (del 10 al 21 de noviembre de 2025). Las congregaciones religiosas, inspiradas por la doctrina social de la Iglesia, invitan a todas las personas de buena voluntad —otros grupos y comunidades religiosas, la sociedad civil y las personas— a unirse a esta campaña por la justicia climática. Juntos, nuestros esfuerzos compartidos pueden ayudar a proteger nuestro planeta, defender a los más vulnerables y garantizar la esperanza de futuro para las generaciones venideras. Como afirmó el Papa Francisco al final de Laudate Deum (LD 60):
Esperemos que quienes hablen [en la COP] sean estrategas capaces de pensar en el bien común y el futuro de sus hijos, más que en los intereses circunstanciales de algún país o empresa. Así, podrán demostrar la nobleza de la política, no su vergüenza. Me atrevo a repetir esta pregunta a quienes ostentan el poder: «¿Por qué queremos mantener hoy un poder que será recordado por su incapacidad para intervenir cuando era urgente y necesario hacerlo?
P. Alberto Parise MCCJ Secretaría General de la Misión Roma