Nuestra vida está plagada de momentos. Unos los consideramos más importantes y otros no. Aunque puede que todos sean necesarios. Tal vez esos de los que no nos damos cuenta de que existen en nuestra vida, sean de los más importantes. Solo que los hacemos mecánicamente, sin darnos cuenta. Nuestro corazón palpita desde mucho antes de nacer. Es mecánico. Nunca lo oímos, pero si en algún momento deja de hacerlo, ah! Entonces si que tendríamos problemas… En un segundo, en un momento. Otros momentos muy importantes -para nuestra consciencia- son todas las celebraciones puntuales a lo largo de nuestra vida como protagonistas o invitados. Y otros que pueden ser importantes o no: los momentos de celebrar nuestra fe.
Todos los años -desde que tengo memoria- celebramos la Pascua. Varios días que antaño eran de tristeza, o, al menos, se aparentaba. Un poco de miedo cuanto más chico eras, por los nazarenos y las imágenes que veíamos pasar, sangrantes los Cristos o dolientes las vírgenes. Y si reías o cantabas ese Cristo sufría más por tu culpa. O por tus pecados. Los niños nos acongojaba pensar que nuestros terribles pecados habían llevado a «ese hombre» a tan terrible muerte… ¡Con siete años!
Y el tren de la vida ha seguido recorriendo su camino. Y en cada estación se ha ido bajando y subiendo gente. Y muchos de los que aun continuamos el viaje seguimos celebrando la Pascua cada año. Gracias a nuestro Padre-Abba ya no es triste ni nos da miedo. Al contrario. A algunos pocos nos ha concedido la Gracia de celebrar a lo grande el misterio de nuestra salvación. Celebrar el triduo más impresionante que una persona pueda encontrar en su vida. Cada año. En Collado Mediano nos encontramos todas las primaveras una pequeña familia, un pequeño cenáculo. Con ese Jesús Hermano sufriente al centro de nuestras vidas. Pero sin mantos ni potencias doradas, sin pasos, profusión de flores o cirios. Nos encontramos con Cristo en el hermano, el que tenemos al lado y, sobre todo, el que sufre en nuestro hoy: los refugiados que mueren de frío a la intemperie bajo la lluvia en Grecia y Turquía. Los inmigrantes que pasaron su vía crucis entre África y Europa, vía que para miles terminó en las aguas de los muchos mares que nos separan, por no tener un travesaño de Cruz a la que agarrarse. Cristo que mal vive y mal muere en el continente más rico del mundo; continente que hemos vendido por treinta monedas de plata, por barriles de petróleo, por minas de coltán donde trabajan niños, por piedras brillantes que adornen manos de personas que, tal vez y solo tal vez, van a misa. Cristo -Nuestro Señor- que camina descalzo en Sudamérica, doblado bajo el peso de otras maderas que calienten su frío y su soledad. Cristo. Este es el Cristo de nuestra Pascua, de nuestra vida. Siempre Resucitado. Inyectando Vida, con mayúsculas, a unos pobres laicos misioneros Combonianos que seguimos creyendo en la utopía del Evangelio porque la realidad de nuestro mundo es ya increíble. Que seguimos celebrando, cada año, la Buena Noticia de la vida a la que nos invita la misma Vida. Que reconocemos nuestros pecados, ahora sí que son pecados, nuestra debilidad. Y el Viernes Santo noche no procesionamos, nos tiramos al suelo, al «humus», mostrándome humilde, débil, para acompañar de la misma forma a nuestros Cristos sangrantes, a sus Madres dolorosas y doloridas como otro Cristo más sufriente aún por el solo hecho de ser mujer. Tirados por los suelos «como esclavos a los pies de sus señores». Pero ricos, muy ricos, por el tesoro de mi hermana que comparte conmigo su experiencia de Vida. Por mi hermano que me remueve el alma con su experiencia de injusta muerte. Riquísimos porque Cristo está en medio de nuestra pequeña familia, con nuestros niños dormidos sobre las alfombras y cojines, como fue en aquel cenáculo hace tantos siglos.
Mucho más ricos nos sentimos el sábado Santo. «No tengáis miedo, soy Yo». Yo Resucitado. Y para que creáis no miréis mis manos traspasadas, o miréis mi costado ni mis pies. Mirad mi frio de patera, mi llanto de niño en descampados de refugiados, mi angustia de inmigrante bajo un puente de la M-30, mi soledad de anciano olvidado. Mi dolor y mi llanto en todo el mundo. Yo os envío a curar mis heridas. Mis manos, costado y pies. Os envío a Mozambique, Os envío a Uganda y a Etiopía. A Madrid, a la Mancha y Castilla, Andalucía y Extremadura. No tengáis miedo. Yo he resucitado pero sigo sufriendo en esos lugares y en todo el mundo. Vosotros sois la cura a tanto sufrimiento. No llevéis alforja, ni ningún equipaje. Cargad con la escucha, la compañía, la sonrisa y el abrazo. Estad alegres, estad alegres porque si Yo estoy Vivo, vosotros sois enviados a dar mi Vida.
No tengáis miedo. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo
¡Que paso! ¡Que Pascua! Gracias Señor por tanta Gracia.
Juan Eugenio de las Heras. LMC