“Este pobre clamó al Señor y Él lo escuchó” Sal 34, 7.
Si te pones delante de un espejo y levantas la mano derecha, tu imagen en él levantará la izquierda; si levantas la izquierda, él levantará la derecha. Eso es contubernio. Si desde tiempo casi inmemorial deseas trabajar con y por los más pobres, animado desde la Buena Noticia de nuestro ABBA su Hijo y su Espíritu y buscas y rebuscas por toda la geografía mundial, llegas a la conclusión de que África, América o Asia son las respuestas a tus anhelos.
Continentes de los que tenemos idea de subdesarrollo, pobreza, enfermedad, esclavitud… Y todo lo negativo que se nos venga a la cabeza lo asociamos con el “sur”. Olvidaba la corrupción, la injusticia y el nulo valor de la vida humana. ¡Vamos a salvar al mundo, vamos a salvar al sur! Y así vamos a pasar tiempo ayudando como voluntarios. O nos comprometemos desde nuestra fe y acudimos a la Llamada. Más o menos tiempo. Ambas opciones son geniales, una racha de aire fresco en ese mundo olvidado por lo mundano.
Estos días está lloviendo mucho. Antes cuando llovía y estaba en mi salón, leyendo y escuchando música, miraba a través de la ventana sintiéndome a gusto, seguro, en paz. Ahora no. Después de viajar y trabajar por el sur muchos años, por ese conocido como tercer mundo, he recalado, como si de un descanso en un día lluvioso se tratara, en un país del norte –que podría ser cualquiera de Europa-, país rico, con todas las comodidades y avances de una civilización occidental y moderna. Nadie que llegue a su aeropuerto principal lo pondrá en duda. He aterrizado como para echar un vistazo, para hacer tiempo, porque yo lo que quiero es volver al sur, al auténtico. Y me he aposentado en un apartamento con doble acristalamiento, para disfrutar de las tardes lluviosas… y todo lo que uno pueda encontrar en su casa o aún más.
Pero a las tres horas escasas he comenzado otro viaje de unos quince minutos a una realidad que en este país parece no existir. No existe en los medios, no existe a la vista de la gente, no existe simplemente. Y si hay intención de visibilizarla, ya se encargará el sistema con sus tentáculos de apagar ese intento por todos los medios. Al lado de la valla del aeropuerto se extiende el barrio Da Torre. Allí quedan unas 23 familias a las que no afectó el incendio de julio y algunas no realojadas. Es como un viaje en el espacio sin moverte del sitio. Las condiciones de estas personas no son precarias, es que ni son. Y ahora llegan las lluvias, nos decían algunos. Esa lluvia que tanto nos gusta, a los que tenemos refugio ver tras un cristal, entra en sus casas, moja sus ropas y colchones y no pueden ni dormir. Hace salir las ratas de sus agujeros a buscar la calidez de los humanos, mujeres y niños. También gustan roer la cara de éstos últimos y trasplantar sus pulgas por todo lugar, mejor animales o personas. Y en ese viaje al cuarto o quinto mundo, repartiendo algunas medicinas, escuchas tantas historias de desesperación con esperanza, de dolor anestesiado, de llanto sin lágrimas, de gritos mudos. Porque estos hijos de Dios no existen más que para un grupo reducido de personas. Y si se recuerda su existencia es para decir que son ilegales. Que no cumplen con las leyes. ¡Ay! ¡La ley! Y los profetas, ¿Dónde están los profetas? ¿Dónde estamos los profetas? La ley que mata, la ley injusta, la ley que oprime a estos pobres que claman y claman al Señor, que levantan su mirada al cielo y no es para ver los aviones que también les atormentan con sus llegadas y salidas cada dos minutos.
Y al final siempre terminan por decirte, “… pero el Señor nos va a escuchar”. Los políticos comunistas –como si son otros- del ayuntamiento no; la ciudad capital, tan cristiana, no; la sociedad, tan religiosa, tampoco. Solo el Señor nos va a escuchar. Y va a atender nuestras peticiones, nuestro grito, nuestra súplica. Y va a enviar obreros a su mies. Rescatadores a sus barrios, reyes magos a sus chabolas, hadas a sus hijas e hijos, que les hagan sonreír aunque sea por un rato, olvidar el frío y el hambre, las pulgas, las ratas y la lluvia. Salvadores, reyes y hadas vestidos de pobres, con las manos cansadas, frío en los huesos y pelo blanco. Sin capas ondeantes al viento, sin coronas ni varitas mágicas. Solo, solo con la fe. Las manos del Señor, la voz profética del Señor, el trabajo del Señor, ilegal, clandestino y nocturno, somos sus hijas que denuncian, sus hijos que levantamos muros y tejados para que no entre la lluvia y moje a los gitanillos, y a sus abuelas; porque sus padres están casi todos en la cárcel por robar no lo suficiente para no entrar en ella. Los profetas tal vez irresponsables que ocupamos el Ministerio de la Vivienda para protestar porque es un ministerio fantasma e hipócrita si es que se expulsa a ancianos y pobres del centro de la ciudad presionados por la especulación turística y tienen que vivir en la calle. ¡Con tanta lluvia que viene ahora! Y nuestras lágrimas son las lágrimas del Señor, que salen cuando con impotencia vemos como es el propio sistema político el que roba los bienes que buena gente donó, bajo el pretexto de que a su vez han sido robados, porque ¿Qué otra cosa se puede esperar de estos gitanos y negros? Nuestra rabia es la rabia del Señor en el templo cuando leemos en un periódico que “esos sujetos”, apoyados por cierta parroquia del lugar, han especulado con las donaciones que se hicieron después del incendio para comprar materiales de construcción y utilizarlos fuera de la ley. Porque la ley es la que prima en este primer mundo para los que viven en su cuarto mundo. La ley antes que las personas. Esto es contubernio: mirar a Europa y ver reflejada en ella el África más profunda, más pobre, con más injusticias, con más corrupción, inacción y desidia hacia los que menos tienen, menos pueden dar. Esto es contubernio: querer salvar África con África y que ésta salve a Europa de su profundísimo egoísmo. Es pasar una tarde lluviosa tras tus dobles cristales y pedir a Dios que pare ya porque muchas hijas e hijos suyos, los más pequeños, no tienen donde cobijarse. Este pobre clamó al Señor y Él lo escuchó. El Señor clama en el pobre y yo ¿Lo escucho?
Juan Eugenio De las Heras Escobar. LMC