Muy querida familia (para todos los que así nos consideramos).

Precisamente por eso, hoy quería compartir con vosotros esta reflexión, que llevo tiempo orando, pensando y escribiendo…
Desde la cuna prácticamente he creído en la necesidad de ser testigos del Evangelio en aquellos lugares donde la presencia parece estar difuminada por muchas injusticias, ya sea en el barrio de al lado, ya sea cruzando el océano. Sin embargo, la progresiva experiencia personal en distintos lugares me ha llevado a estar convencido de ello desde lo más profundo de mi ser.
Estamos caminando hacia una sociedad que parece tenerlo todo por sí sola, en la que el motor es el interés personal y la apetencia de cada momento, sin mirar las consecuencias personales y sociales más allá de cada día. Puesto que el compromiso de cada uno es con cada uno, el otro me sobra, o incluso es un obstáculo para alcanzar mis metas personales. No parece que queramos a propósito olvidar al prójimo; simplemente, no pensamos en él, vivimos ajenos a lo que nos rodea, y no sólo lo más lejano, sino también lo que nos podemos encontrar en nuestra propia calle.
En este proceso de deshumanización, el Dios que Jesucristo nos presentó con sus palabras y obras, hasta la última consecuencia, el Dios del amor, la fraternidad, el perdón y la misericordia, parece ser para algunos (o para muchos) realmente el mayor obstáculo. Esto es así porque la experiencia personal de Dios nos toca profundamente, no nos deja nunca indiferentes, y, sobre todo, nos lleva a comprometernos con los demás; y cuanto más crece esa experiencia, mayor compromiso necesito tener (porque nace de los más profundo de lo que cada uno somos, y por tanto, llega a ser una necesidad, pero no una necesidad que nos agobia, sino una necesidad que nos empuja con mucha alegría y positivismo a poner nuestro día a día al servicio de los hermanos y de las hermanas).
Este compromiso en el mundo nos haría vivir en él como casa común: sin embargo, en muchas ocasiones parece que prefiera verse como lugar de explotación privada y de enriquecimiento personal. Es este sistema alienante de la esencia de humanidad, el egoísmo nos convierte en herramientas a su servicio, por lo que éste necesita que aparquemos el compromiso por los demás, y por ende, que nos alejemos de la propia experiencia de Dios.
Este prescindir de Dios acaba vaciándonos por dentro, y vaciando de significado la palabra fraternidad. Fruto de todo ello, surge un mundo fragmentado, con mucho sufrimiento, y cada vez más exclusión. La vida sencilla y humilde se va transformando en pobreza material, marginación y falta total de oportunidades. Por supuesto, son los más débiles los que sufren con mayor crudeza estas consecuencias. De esta manera, he podido ver cómo crece a diario el número de niños y niñas que no tienen más recurso que vivir en las sucias y muy peligrosas calles, a merced de todo tipo de explotación; ancianos y enfermos viviendo de la mendicidad (de un modo tal que en nuestros países no se desearía ni a los animales), olvidados realmente por una sociedad que, bajo la excusa de no tener recursos para acogerlos, esconde la realidad de que son un estorbo para la producción y la mal llamada “creación de riqueza”. Millones de personas condenadas a sufrir permanentemente, generación tras generación, el ciclo de la más absoluta pobreza, por no poder formar parte del sistema imperante, y por tanto, estar totalmente excluidas de las oportunidades a las que supuestamente todos tenemos acceso.
Por esa razón, más que nunca es vital buscar incesantemente al Dios que nos hace recuperar la confianza en nosotros y en la humanidad (como Jesús nos enseñó a orar en el Padre Nuestro, buscando a diario que “venga a nosotros su Reino”, pero no como una promesa de futuro, sino como un propósito de cada día). Ese Dios que nunca se ha ido, y que de hecho, ha estado sufriendo al lado de sus hijos; pero al que nosotros le hemos dado la espalda, o, incluso, lo hemos querido sustituir por otros valores que no han traído más que sufrimiento a toda la humanidad, en uno o en otro sentido. Porque el reconocerse Hijos e Hijas de Dios (y por ende, completamente amados) restaura la dignidad arrebatada, cura las heridas que las diferentes situaciones van haciendo en nuestro interior, y le quita la razón a la desesperanza, al egoísmo, al materialismo y a los enfrentamientos de cualquier tipo. De esta manera, las relaciones se vuelven más fraternales, y comienza a nacer un compromiso con las situaciones que nos rodean, fruto de dejar de reconocernos rivales o instrumentos al servicio de diversos intereses, para sabernos Hermanos y Hermanas.

Jesucristo caminaba por los pueblos y ciudades de su época anunciando la BUENA NUEVA de que Dios nos ama de manera perfecta, y por tanto, nuestro ser Hijos e Hijas de Dios tiene que llevarnos a imitar su ejemplo. Pero no de una manera cómoda y relajada, sino con un compromiso verdadero de vida. Porque siguiendo ese ejemplo, construiremos paso a paso el Reino de Dios y estaremos acercándonos a la alegría del Evangelio, la plenitud personal y social.
Por tanto, estés donde estés, y sea cual sea tu situación, Jesús te invita a diario a buscar a Dios en lo más profundo de tu ser, a saberte amado; y desde ahí, a comprometerte con tus Hermanos, empezando por tu prójimo (aquellos que te rodean en tus círculos diarios).
Los misioneros recibieron (y reciben cada día) una llamada para llevar esa Buena Nueva y trabajar por el Reino de Dios a los lugares donde más falta hace, algunos muy lejanos. Seguro que tú, desde la cercanía, también conoces muchas circunstancias que precisan de esa alegría y acompañamiento.
Yo te animo a que seas también misionero: si tu vocación es a salir de tu tierra, hazlo sin miedo; si tu vocación está en tu tierra, ponla también en práctica. Dios nos llama a todos a diario a construir, aquí y allí, cerca y lejos, en lo grande y en lo pequeño.
El Papa Francisco nos anima de manera muy especial este mes de octubre, el Mes Misionero Extraordinario, a pararnos, a detener el incesante ritmo de nuestras agitadas vidas, y en profunda y sincera oración, buscarnos. Sí, buscarnos; porque al acercarnos a nuestro verdadero ser, porque al poner lo que somos con humildad ante Dios, nos encontramos a nosotros y lo encontramos a Él, recibiéndonos con los brazos abiertos, como el Padre Bueno al Hijo Pródigo.
Es en este contexto, sintiendo el caluroso abrazo de Padre y de Madre, podemos revisar nuestra vida, y preguntarnos si estamos siendo testigos de la alegría del Evangelio, y si estamos poniéndolo en práctica, desde las pequeñas decisiones a las decisiones más trascendentales.
El Papa nos invita a revisar sinceramente si estamos abriendo el corazón al Prójimo, si somos Misión donde cada uno estamos, y misioneros de su ejemplo.
Además, y de manera más especial, nos anima a reflexionar sobre nuestra vocación. La vocación entendida como esa llamada que Dios nos hace a la felicidad, y, por tanto, a llevar a cabo eso que Él ha puesto en nuestros corazones, y que cada uno de nosotros conoce mejor que nadie. Vocaciones hay múltiples; todas requieren valentía para seguirlas y perseverar en ellas: vocación profesional, vocación sacerdotal, vocación laical, vocación matrimonial y familiar, etc. Y, entre ellas, la vocación misionera.

Tengamos siempre una actitud de oración y reflexión sincera, humilde, muy cercana y constante para discernir aquello que nos hace plenamente felices. Y este mes, de manera muy especial, nuestra vocación misionera. ¿A qué te sientes llamado?
Dios nos llama a ser luz, especialmente donde las sombras están ganando terreno; a ser sal, donde la vida y el amor no se conserva; y a ser esperanza, allí donde las distintas situaciones la anulan.
Os deseo que este mes os acerque más a tantas misioneras y tantos misioneros que en el mundo han dejado sus casas, a sus familias y amigos, sus seguridades temporales, para aventurarse de la mano del Dios de la confianza a lugares insospechados. Ellos y ellas se levantan cada día procurando ser reflejo del Amor de Dios, principalmente donde Dios sufre con sus Hijos e Hijas. Que nunca dejemos de tenerlos presentes, de incluirlos en nuestras oraciones, y de hacernos sensibles (con la sensibilidad no del que da limosna, sino del que comparte con el Hermano) a las necesidades del mundo.
Feliz y dichoso Mes Misionero Extraordinario.
DAVID AGUILERA PÉREZ,
Laico Misionero Comboniano en Gumuz, Etiopía.